Congreso de Escritores del NOA. Salta - 13, 14 y 15 de junio de 2007.
Literatura viva III
Ponencia de Néstor Soria (Poeta) - Tucumán -
Noroeste Argentino - ¿La palabra en riesgo?
Cuando el poeta Jesús Ramón Vera
me pidió el nombre de la ponencia que desarrollaría en este Congreso
de Escritores del NOA. Salta - Literatura Viva -, me apuré a arriesgar un
título y trataré de ser respetuoso con él.
El interrogante que formulo ¿La palabra en riesgo? no debe
inquietar. Tampoco se tomen a estas palabras como a un discurso intolerante,
alejado de la convicción de que “Es imposible no culturar”.
Alguien dijo que “todo hecho humano es culturalmente
culpable”. Y así es. Toda intervención, toda actividad, toda creación u
obra humana nos aporta y nos remite a un contexto cultural. Lo importante es,
ante el axioma, preocuparnos por tener claro: Qué es “lo cultural propio y qué
es lo cultural ajeno”, único modo de conseguir una convivencia armónica con lo
que nos llega, a modo de aporte, o, sutilmente, como infiltración foránea.
Porque una cosa es culturar -o culturizar, como dice el castellano, lo que
significa dar cultura-, y otra muy distinta es aculturar - hecho que equivale a
imponer algo de un pueblo, supuestamente más desarrollado, en pos de inhibir lo
cultural que encuentra a su paso -.
Permítanme esta corta reseña:
Desde la mitad del siglo XIX -1850- la Argentina, es decir
el territorio virgen de entonces y sus incipientes poblados, comenzó a recibir
a inmigrantes venidos hasta de los lugares más desconocidos del mundo, gente
casi siempre expoliada de sus patrias, víctima de las guerras, sometida a la
hambruna, a la pobreza y a otras inimaginables, por crueles, iniquidades que
puedan inferirse al ser humano.
Aquellos hombres y mujeres, a
veces impúberes, se diseminaron por doquier y, sueltos a su suertes, se empeñaron en subsistir, tomando de la
tierra sus venturosos dones, ordeñando vacas, o conchabándose como caballerizos
en estancias conseguidas por algunos “Don”(*), desde la irrupción de la Junta
de Temporalidades -Tribunal dueño a voluntad, de muchos campos y bienes
enajenados cien años antes del siglo mencionado arriba-.
Así es como nuestro noroeste
se colmó de almas y voces diversas que con el correr del tiempo formaron, con
los criollos, la amalgama de costumbres, fiestas y fundamentalmente de palabras,
que hoy pronunciamos como propias.
(*)
Don: Tratamiento dado en los siglos XVIII y
hasta en el XIX, a quienes poseían tierras y haciendas reconocidas.
Los aportes del fenómeno:
Esa inmigración, que luego misturó
su sangre con los criollos, trajo cultura.
Y sin explayarme digo: Los
españoles, en las comidas y vocablos; los italianos, en la arquitectura y en
las danzas; los árabes, en los juegos de razonamiento y destreza, como el
ajedrez, el taule o backgammon y el
polo, entre otros; pero, aunque menospreciados aquí, por considerárselos pocos
apto para el crecimiento cultural, los árabes también aportaron literatura.
Una crónica de 1951 dice que el
pueblo de Tucumán fue uno de los primeros en conocer la obra de Gibrán Khalil
Gibrán, experiencia ocurrida en 1915, cuando el diario La Gaceta comentaba la
creación literaria del reconocido autor libanés.
Ahora les contaré de una experiencia propia:
Hace un poco más de dos años, interesado en
recoger los últimos tiestos de la vieja memoria barrial tucumana y ensamblarlos
al presente, comencé a trabajar, junto a la paciente recopiladora, Ana Lía
Madrigal, en lo que di en llamar: Memoria
de los barrios - hilvanando la historia
oral y documental de los barrios tucumanos-, tarea que consiste en
recopilar, puerta a puerta, todas las voces de los vecinos que descienden de
aquellos pioneros -criollos, inmigrantes, o los surgidos de la mezcla-, con el
propósito de rescatar vestigios del ayer y ligarlos a la actualidad de los
conglomerados que conforman el enorme ejido capitalino de San Miguel de
Tucumán.
El resultado de tan grato quehacer es contenido en
costosos libros, ilustrados con antiguas y nuevas fotografías color, impresos
en papel ilustración, cosidos y, como debe ser, obsequiados a quienes los
soliciten, por la Municipalidad de Tucumán, responsable de las ediciones
comentadas.
La información volcada en esos volúmenes -ya se editaron
dos de los cuatro narrados-, no sólo aporta apreciados recuerdos varios o
rugosos rostros campesinos fotografiados, sino, también, giros idiomáticos,
refranes, cánticos y frases -surgidos casi siempre en la antigua ruralidad-, y
que en estas rastrilladas van aflorando, porque estoy convencido de sus
correspondencias y permanencias en
el habla tucumana.
Amigos que me escuchan: Lo que no
se registra se pierde. He ahí donde, entre otras riquezas, la palabra entra en
riesgo.
La palabra en riesgo:
Porqué otra razón me pregunto si
la palabra está en riesgo:
El polisémico término CULTURA, del CULTUS latino que significa en esa
lengua CULTIVO, encierra en su feraz vientre a una de las
riquezas más aquilatadas por el humano: LA PALABRA. Ese elogio de
cotidianidad del que hacemos uso, a veces, como un natural reflejo bucal
entonado en mil colores, digo, tonos, por unos ligamentos laríngeos.
Pero realmente, ¿Qué es la palabra? ¿Acaso un sonido
gutural exhalado como un viento?, o es aquel cántico que hilvana, sílaba tras
sílaba, un pensamiento profundo, un sentir acendrado, una copla de preferencia,
un poema que moviliza, o el paciente ABC de la enseñanza al desinstruido.
¿Y el conversar?...
Humberto Maturana, en su tratado “El árbol del conocimiento”, dice:
-Nosotros, seres humanos, acontecemos en el lenguaje, y
acontecemos en éste como el tipo de sistema viviente que somos... Lo que
vivimos lo traemos a la mano en el conversar, y es en el conversar donde somos
humanos...-
A ser cuidadosos:
Ahora bien, cada región y desde
ellas, cada pueblo - aunque lo que voy a decir resulte casi obvio - suma al
mosaico cultural del país su idiosincrasia, y una de esas manifestaciones
palpables es el habla.
A esto agrego: Pero el habla que a
cada uno le corresponde, no la que es importada como una mercancía para ser
usada.
Y cuando digo mercancía importada,
no me refiero solamente a la que nos llega de afuera, sino también, a la que
dentro de una provincia trasladamos sin cuidado.
Por dar un ejemplo cercano:
Aquí, en el noroeste, una
maestra de ciudad se dirigirá a un alumno diciéndole: Usted, alumno tal;
mientras que en las escuelas rurales, llanistas o cerreñas, una docente
seguramente le dirá a su educando: M’hijo, o, más cariñosamente, m’hijito. Las
dos conseguirán su cometido, o sea, la atención del alumno, y cada uno de ellos
sentirá, a su modo, el llamado que recibe. Ahora, ¿Qué pasa si invertimos los
campos y trasladamos a las maestras o a los alumnos? Es posible que el choque
lingüístico cause, en el de la ciudad, risas cuando lo llamen m’hijito, y en el
otro, al escuchar: Usted, alumno tal, como un rígido distanciamiento, casi como
una reprimenda, por escuchar ese trato que no le es familiar.
Porque cada escenario es
particular en sus modos y expresiones. A eso es contraproducente modificarlo,
diría que dañino.
La provincianía que nos
cimenta y nos contiene debe preservar
muy bien -a la vez que ordenadamente- su valioso arcón de vocablos; en
esa petaca -término azteca modificado por el castellano- está una buena parte
de nuestra identidad.
Amenaza de allende los
mares:
Desde hace muchos años dependemos
de las normas que dicta la Academia Española, sociedad de literatos fundada
para ocuparse de los vaivenes del idioma que usan todos los pueblos de habla
castiza, o mejor castellana.
Cuando abrimos sus diccionarios y
vemos que en ellos figuran términos de hechuras regionales o locales de la
América del Sud, muchos de nosotros nos
alegramos, pues, a nuestro parecer, ocupan un sitio bien ganado en esas
páginas.
Pero, en el transcurso de este año, o quizás a fines del
anterior, un grupo de europeos hispanos-parlantes, se mostró afligido por la
extirpación de siete mil palabras de las hojas de los diccionarios que la
Academia Española publica. Y esa aflicción tuvo tal grado, que lanzaron al
mundo un llamado de alerta e invitaron a rescatar de la desaparición a esos
vocablos, como si se encontraran
condenados a muerte. En las páginas de varios correos electrónicos
sembrados al voleo por el planeta, estos salva-palabras (como salvavidas)
proponían lo siguiente: El fijarse si el término de nuestra preferencia había
sido borrado, anotarlo en un correo, y luego mandarlo a sumarse a la larga
lista de palabras rescatadas. El premio para quienes lo hicieran era, ni más ni menos, que ser nombrado
padrino protector del vocablo rescatado.
Con tristeza les informo, a quienes no estén enterados,
que una gran cantidad de esos vocablos sustraídos, gozaban de
nuestro aprecio en la América del Sud. Me imagino que de
ese relevamiento saldrá el reclamo a los académicos responsables de nuestros
glosarios o diccionarios. Mi intención era rescatar la palabra “pelela”;
por distraerme en hacer unos pesos para mis necesidades básicas, el plazo de
recepción se venció y no llegué a tiempo.
Sobre las tonadas:
Un poco más atrás en el tiempo,
les pediré que hagan memoria para recordar cuando el Iser (la escuela de
locutores), desbastó las tonadas de las voces de aquellos a los que forma en
ese oficio. Lo conseguido: De punta a punta del país los locutores entonan de
la
misma manera. Esa pronunciación, ajena al oído familiar de cada pueblo,
invalida, en el oyente, la posibilidad de imaginarse como voz parlante en los
medios.
De igual modo la televisión argentina, haciendo uso de un
habla neutra, se convierte en el único trasmisor de tan insulso código
lingüístico. A esa extraña tonada, nacida de una especie de gen híbrido, estamos expuestos todos los que
provenimos de la sangre del país. La desvalorización del habla, de continuar
esa absurda política de aculturación, era inminente. Con toda suerte eso ha
sido modificado, aunque el tono persiste -.
Pero todavía tenemos de qué
preocuparnos.
¿Cuál es el léxico y cuál la
tonada que usamos últimamente en el Noroeste Argentino? ¿Las que aprendimos de
las bocas antiguas, aquellas amadas voces que nos enseñaron a deletrear
palabras?
No. Mal que nos pese pero algo se
modificó.
¿Acaso alguien camina al tun-tun, o anda bolia’o? Esas
expresiones que alguna vez fueron nuestras, hoy están tapadas por la
asimilación de un argot urbano -digo, lenguaje o jerga convencional- , que,
disculpen, yo no conozco. Aunque a veces escucho y entiendo aquello de estar
mambea’o, o, pasa’o... Pero esa inestabilidad tiene más que ver con una
rinoscopia.
Y algo más afligente aun:
Nuestros jóvenes del norte, ni bien llegados a los centros
urbanos, buscan, al principio esconder, y luego borrar, sus hablas y tonadas de
origen, triste ardid que los salve de la burla afrentosa.
Sé de muchachos aborígenes que niegan sus lenguas, eso
pasa con correntinos de la zona guaranítica; con santiagueños quichuistas; con
tucumanos cerreños, que aun mantienen almibarados términos del Kakán; con
salteños y jujeños, que mezclan castellano con quichua y aymara; o con changos
mocovíes. ¿El motivo?... el estar convencidos de que el hablar sus lenguas los
coloca en un estrato inferior.
Hace un par de semanas leí un artículo donde alguien
aseguraba que nuestro idioma de cuna, aquí, en el noroeste, no sufre con los embates foráneos,
y que al contrario, se enriquece. Que el habla es como el agua que va y viene.
Amigos, no sé cómo se llegó a esa conclusión.
Nuestros giros idiomáticos, nuestras frases hermosas y
pueblerinas, nuestras tonadas provincianas, son usadas burlescamente en las
grandes urbes. Los sainetes u obras cómicas cortas, que se elaboran en Buenos
Aires y se refieren a las provincias del norte, muestran absurdos gauchos,
campesinos mal vestidos y sirvientas guasas, todos mal hablados. Dos
componentes inaceptables para la identidad que sostenemos. No entiendo que así
se pueda valorizar algo. Entonces, no nos engañemos y que no traten de hacerlo:
Seguimos siendo, para muchos, “cabecitas negras”, no sólo en el aspecto, sino,
en lo cultural. Es en ese punto donde no veo que el agua cultural vaya y venga.
Más adentro, aquel artículo dice textual: “Mientras el
venturoso castellano vierte sobre nosotros océanos de información por procesar
y de libros por leer...
No hay dudas de que el cronista pergeñó el escrito para
sus pares, o para una clase social pudiente.
Nuestra gente, nosotros mismos, aunque asistimos a este
Congreso, en muchos casos no podemos acceder a un procesador, tampoco a la
compra de libros.
Amigos, la mayoría de las escuelas enclavadas en el
Noroeste Argentino ni siquiera tienen luz eléctrica, y en sus bibliotecas reposan,
como seniles abuelos, unos compendios vencidos por el tiempo, desactualizados
de las nuevas fórmulas y formas educacionales o instructivas.
¿Recuerdan cuando en la ciudad de Rosario, en el Congreso
de la Lengua, se reunió lo más graneado de la literatura y el habla hispana?
Entre otros objetivos, los estudiosos le hicieron un homenaje al Quijote y a su
autor - merecido reconocimiento, por supuesto -.
Si hacemos un poco más de memoria sobre ese acto, vendrá
hacia nosotros la imagen de un numeroso grupo de descontentos de la América del
Sud, por no poder participar e insertar sus pensamientos, expresados todos en
hablas de sus pueblos, idiomas -¡Porque terminemos ya con aquello de
dialectos¡- idiomas digo, que nunca fueron considerados como tales desde 1492 y
tampoco por los académicos de hoy. O sea que en este mundo todavía hay pueblos
de primera que poseen “La Palabra” y pueblos de segunda, muchos de ellos
nuestros, que por hablar distinto, fueron callados antes y no serán escuchados
en estos días.
A esos mismos eruditos de la lengua se les ocurrió
juntarse ahora en Medellín y Cartagena de Indias. ¿El motivo según ellos?
Ocuparse de los asuntos del hablar, hacer un homenaje a Cien años de Soledad -
como si los millones de lectores que gozan con ese hermoso libro no vivieran
homenajeándolo a él y a su autor – y tratar otras cuestiones que nunca
promocionaron.
Pregunto: ¿Era necesario el reunirse en el pueblo con
mayor grado de analfabetismo de Colombia? ¿No es un golpe a la dignidad humana?
¿Acaso al finalizar sus reuniones se volcaron a las calles para sembrar algo de
lo tratado?.
Aunque algunos disientan conmigo,
los muchachos se fueron a tomar sol en la costa del Mar de las Antillas.
Y entre tanto Congreso de la Lengua ¿Alguien supo de una
mención, aunque sea al pasar, al maravilloso Popol Vuh, ese Libro de los
Consejos de autor anónimo, hallado en nuestra
América del Sud allá por el siglo XVI? Daré la respuesta por todos
nosotros: ¡No!
Ante tanta palabra dicha por mí,
¿Dónde está ella comprometida? ¿Porqué hablo de riesgo?
Todos los rincones de la Argentina, hasta los más
visibles, siguen expuestos al germen de la malsana globalización. Y ese germen
es doblemente nocivo para los pueblos de las comarcas relegadas. No estoy de
acuerdo con aquello de que “lo que se globaliza es el mercado y no las
personas”. Cosa dicha como si los efectos no golpearan al ser humano.
Nosotros, ya desde las funciones del estado-gobierno, ya
desde la docencia más básica, ya escribiendo un simple poema o narrando las historias
cotidianas, tenemos la llave para bloquear el ingreso de lo contaminante.
Somos herederos de un idioma
enriquecido, tanto por el castellano, como por todas nuestras lenguas locales,
sud-americanas.
No cejemos, más bien empeñémonos,
en custodiar celosamente esto que nos atañe tanto: Nuestro propio idioma,
nuestros giros idiomáticos, nuestra palabra noroestina. Así no andaremos al
tun-tun, como guanaco bolea’o.